Participar de una historia es muy diferente a vivir una historia. Cada una de las personas que hemos puesto nuestros pies en esta tierra tan variopinta somos una historia tan vital que es insustituible. Vivir no es cualquier cosa, en realidad es algo que no tiene precio. Me ha costado mucho descubrir esto, hay demasiadas vidas con traumas e infecciones, demasiados pesares sobre los que llorar y demasiados interrogantes abiertos. Es difícil descubrir que lo que hay son miradas desenfocadas, y elefantes contenidos con una simple estaca de madera. Nos atamos a necesidades que no lo son, nos encerramos en nosotros mismos y nos creamos el miedo a la oscuridad, intentamos abrir alguna ventana y su luz duele tanto que gritamos de rabia. Somos pequeñas cárceles esclavas de la propia monotonía, de la propia mirada empañada.
Y es que en la vida ningún escalón es un muro. Cada persona se puede enfrentar a las situaciones que se le presentan, porque es ahí donde encuentra lo esencial, donde caen todas las máscaras. Es como si estuviésemos protegidos por barandillas, somos libres porque siempre tenemos la posibilidad de escoger la opción más humana, más limpia. Esto es lo que nos sumerge en La Gran Historia, poder encarrilarla hacia su máxima perfección a partir de nuestra delicadeza, de nuestra constancia y de nuestras ganas de mejorar el mundo.
La manera de hacer esto puede ser simplemente vivir lo cotidiano. Vivirlo, no arrastrarlo. Solo así se puede entender lo extraordinario, porque lo extraordinario no es solo lo que está fuera de la rutina. Sino también lo que muestra la rutina desde un sentido nuevo, completo.
Desde esta mirada todas las cosas se hacen nuevas. Los actos tienen un nuevo punto de vista, como mirados desde encima de una mesa, un sentido ya no solo desde la propia historia, sino también y sobretodo desde La Gran Historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario